jueves, 27 de agosto de 2015

¡La violencia si no nos toca, no nos duele!


En el mundo existen aproximadamente 60 millones de personas desplazadas provenientes de todos los continentes, según datan las últimas estadísticas publicadas por Las Naciones Unidas; uno de cada 10 refugiados es recibido en Canadá y, en su gran mayoría, son reubicados en la Provincia de Ontario, más exactamente en Toronto, ciudad que hoy por hoy es considerada la más cosmopolita del mundo, por encima, inclusive, de Nueva York, es decir, es el lugar donde un mayor número de culturas convergen.

En ese orden de ideas y, conociendo el gran compromiso social que tiene Canadá, el cual se ve reflejado en una gran cantidad de programas patrocinados por el gobierno nacional, me atrevo a decir que dicho modelo de inclusión y apoyo a nacionales e inmigrantes es, sin lugar a dudas, uno de los más eficaces del mundo.

Tener la oportunidad de estudiar becado en unos de los más prestigiosos College de Canadá, no sólo me abrió los ojos, sino  también la mente. En la facultad de Trabajo Comunitario de George Brown College tuve la maravillosa experiencia de conocer a fondo, muchos de los programas que el país ha puesto en marcha para combatir el desplazamiento forzado de miles de millones de personas provenientes de todos los rincones de la tierra, en aras de dignificar la vida y las condiciones en las que dichos desplazados viven, iniciativas que sin el empeño y la dedicación de los Trabajadores Comunitarios serían sólo letra muerta.

Durante una de mis prácticas profesionales en una de las agencias más importantes del país (Access Alliance) pude experimentar de primera mano el drama de muchas familias desplazadas por la violencia y los conflictos internos de sus países de origen, a través de programas de Asentamiento, Participación, Salud y, Educación, entre otros, tuve el privilegio de fortalecer y motivar, a muchos de esos desplazados que algún día lo perdieron todo por culpa de la guerra o de un tirano estúpido.

Aprendí en esa maravillosa experiencia que el peor mal que aqueja a la humanidad es la indiferencia, la incapacidad de sentir el dolor y la angustia de los demás y, para sorpresa mía, quien estaba allí para brindar apoyo y tender una mano, resultó siendo el mayor beneficiado, y digo esto porque comprendí que el trabajo y la justicia social son la base del desarrollo sostenible de cualquier sociedad, incluso por encima del desarrollo económico, claro está, lo segundo dependerá de lo primero, pero es primordial brindar las herramientas necesarias a los individuos para que lo segundo se materialice, y eso es precisamente lo que ha hecho Canadá, no sólo dar a comer pescado sino también enseñar a pescarlo.

En el tiempo que duré en la facultad de Trabajo Comunitario del George Brown College de Toronto, conocí que dicho programa es, para sorpresa de muchos, el mejor programa de trabajo comunitario del mundo, y debe ser así porque teniendo en cuenta los datos anteriormente citados, la gran problemática que ha suscitado el desplazamiento forzoso de miles de personas a Toronto, ha desarrollado la naturaleza de dicho programa, manteniéndolo vigente y en un constante reinventar, todo esto claro está, con el ánimo de servir mejor a quienes más lo necesitan.

Mirar el rostro de la desdicha, de la incertidumbre, de la soledad y el desespero, me recordó que no hay felicidad más grande que tener un lugar donde compartir con tus seres queridos cada día. En ese embate cultural me topé frente a frente con personas desmoralizadas, seres a quienes el gobierno de su país decidió condenar a la ignorancia y a la pobreza, pero sobre todo a la ignominia.

Hoy veo la situación de miles de ciudadanos colombianos que son desplazados por el gobierno venezolano -aquel que los albergó cuando salieron como aquellos a quienes tuve el privilegio de conocer y trabajar hombro a hombro en Toronto, huyendo de la tierra que los vio nacer- Hoy ese monstruo destruye sus hogares al mejor estilo del gobierno de Israel, aunque a plena luz del día, el modus operandi es el mismo, una gran máquina que, en presencia de los moradores, destruye en un santiamén, lo que con tanto esfuerzo y trabajo han conseguido los habitantes palestinos de dichos asentamientos en la Franja de Gaza, desmoralizando así al ser y esparciendo la semilla del odio por doquier.

Y es que no puedo ser indiferente al dolor de mis compatriotas, pero tampoco seré cómplice silencioso y pensar que, aquellos quienes son hoy desplazados, llegaron allí hace 10 años porque allí querían estar, no, ellos, los desplazados hoy por orden del totalitarista inepto de Nicolás Maduro, llegaron a Venezuela, en su gran mayoría, huyendo de los Paramilitares y las FARC, son aunque nos duela, víctimas de un Estado colombiano cómplice, inmoral y corrupto, pero por encima de todo, asesino.

La crisis humanitaria que hoy viven cientos de familias colombianas en la frontera con Venezuela es un recorderis que la humanidad no suprime la barbarie, la perfecciona, y es precisamente ese el mal que más nos aqueja, la falta de humanidad, de sentido de solidaridad, de entender que el dolor de una familia que lo perdió todo cuando grupos armados al margen de la ley llegaron a mitad de la noche a pueblos enteros, asesinando hombres y violando mujeres en frente de sus hijos, no nos puede ser indiferente, no podemos seguir pretendiendo que aquí no pasa nada, no se puede señalar al vecino cuando nuestro propio gobierno, cómplice e inhumano ha desangrado nuestra gente.

Miles de indígenas y campesinos resisten y dan la batalla con gran dignidad frente a las injusticias de los gobiernos de turno, cada día, el ESMAD en representación del Estado, desplaza a familias enteras en una seguidilla sangrienta que data desde tiempos de las cruzadas, cuando los hombres descubrieron que el poder estaba en la tierra y obtenerla sería entonces la máxima a seguir.

Desde hace casi sesenta años Colombia ha estado sumida en una guerra que al parecer no tiene fin, guerra que muchos de ustedes ya conocen y sabrán los orígenes de ella, lo que al parecer no conocemos es que siempre se derrama la sangre de un colombiano, llámese Jorge Eliecer Gaitán, Carlos Pizarro, Pablo Escobar o Jaime Garzón, dicha guerra, dichas muertes, hoy yacen en el olvido, y las hemos olvidado simple y sencillamente porque no son nuestras, porque la violencia si no nos toca no nos duele, es triste pero es así, nos hemos acostumbrado tanto a la muerte que ver a unas familias desplazadas nos moverá el corazón por unos cuantos días, nos indignaremos mientras llega el próximo puente festivo y después de eso sucederá lo mismo que siempre sucede: una nueva tragedia nos conmoverá y así ha de seguir el circulo vicioso de esta sociedad indiferente por naturaleza.

Ojalá algún día aprendamos de los mal llamados “países del primer mundo” lo que de verdad se ha de aprender, copiar los modelos que se enfocan en dignificar al ser y no denigrar y desmoralizar como hasta ahora nuestro sistema en cabeza de un Estado cómplice y asesino ha hecho. El reto de una sociedad como la colombiana no está en que podamos acceder al programa de subsidios de Familias en Acción, sino que ese gobierno que sabe que un pueblo ignorante, enfermo y desmoralizado es más fácil de gobernar, sea, por cuenta nuestra, vetado, así y sólo así, podremos construir los cimientos de una nación prospera, educada y con justicia social para todos.

                                                                Derechos Reservados © Nicolás Marrugo Silva.