martes, 27 de septiembre de 2016

El Guerrillero.

Siempre soñé con dejar atrás la cruz que la sociedad Colombiana había puesto a mis espaldas, anhelé día a día poder salir de una vez y para siempre de mi país; país que creía era la causa de todos mi problemas, el reflejo de mi cotidianidad, el motivo por el cual yo era -como él- un mal llamado tercermundista.
Trabajé y oré incansablemente para que se diera el milagro, para que lo imposible sucediera, para que mi vida al fin empezara a tener sentido, porque estando allí, en Colombia, todo era tan simple que nada parecía valer la pena, ningún sacrificio daba frutos, y si los daba, eran los mismo frutos que recogían mis compatriotas, quienes al parecer estaban resignados a quedarse allí, impávidos, inermes; permitiéndole a la monotonía que hiciera con sus vidas lo que se le antojara.

Cuando el esperado día llegó, pensé estar preparado para afrontar con ahínco mis sueños, empaqué más que una maleta, una vida, creyendo que allí, en mi magullado país, quedaría aquel lastre que cargué conmigo por tantos años de inconformismo y frustraciones.

Al llegar a tierras extranjeras todo era perfección a su máxima expresión, los rostros, los olores, los sabores, el tiempo y el espacio me hicieron creer que había llegado al paraíso, al oasis donde siempre quise estar, al jardín del Edén desde donde ahora podia impartir juicios de valor sin importar contra qué o quién, y fue precisamente ese mi gran error: creerme libre de pecado.

A mi alrededor todo era paz y aún así yo cargaba la zozobra de mirar hacia atrás al sentirme perseguido, cubría mi cuello para ocultar una ornamenta de oro que en ese tiempo era para mí una usanza infaltable en cualquiera de mis atuendos, por las noches evitaba caminar solo por calles oscuras, analizaba los rostros y ajuares de todo ser viviente que se atravesara en mi camino, me limitaba a bajar la cabeza en el Metro para no hacer contacto visual con ningún extraño, no podía asimilar los hábitos de los demás, criticaba las apariencias de todas y cada una de las personas que eran diferentes a mí, hasta que un día cualquiera me vi enfrentado a mis prejuicios y paradigmas: 

Yo veía a los transeúntes cruzar la calle por la zebra, no escuchaba a los conductores sonar las bocinas de sus vehículos a tutiplén, me sentía extraño al ver a todo el mundo sumergido en la lectura mientras viajábamos en el subterráneo y no tarareando un buen vallenato como lo hacia yo, cuando iba a mercar me creía astuto al colarme en la fila para pagar, siempre pensando: “esta gente si es muy pendeja”, en algunas ocasiones fui a tiendas de video juegos y como no había cámaras alrededor, terminaba robándome un juego sólo por no pagar miserables diez dólares.

El día que conseguí uno de mis tantos trabajos de supervivencia fuera de Colombia, donde no tenía estatus de Oficial de La Armada Nacional de Colombia o Profesor de la mejor institución de enseñanza de Inglés del país, empecé a darme cuenta que estaba en un lugar completamente distinto al que había querido, allí las personas de barbas tupidas y turbantes tenían descansos para orar hasta tres veces al día, pues según su religión era un deber, yo miraba aquello como injusto, puesto que todo aquel que fumara podía también salir cuantas veces quisiera a fumarse un cigarrillo, mientras yo -según ellos Mexicano- debía pensar si ir o no al baño.

Extrañé entonces los “privilegios” que tenía cuando era cabeza de ratón y no cola de elefante, reflexionaba sobre los días que tenía todo en el confort de mi casa, al alcance de mi mano y entonces todo aquello que creía eran sacrificios se convirtieron en un santiamén en privilegios, a los cuales jamás pude valorar mientras mi afán de huir del país acaparaba todas mis energías.

Debo admitir que la transición a la vida civil de mi nuevo entorno no fue nada fácil, cada día traía consigo un nuevo reto, un nuevo aprender, un nuevo interrogante, pero siempre, siempre, cada día dejaba una enseñanza, y fueron precisamente dichas enseñanzas las que me permitieron reinsertarme a la vida civil, paso a paso fui entendiendo que respetando las diferencias yo podía convivir con mi entorno y al mismo tiempo ser aceptado por él, empecé a comprar el boleto del tren en caso que se subiera el oficial de transporte -el cual casi nunca lo hacia- pero ya no viajaba con la zozobra de que si me lo pedían me iban a multar y mucho menos vivía con la satisfacción temporal que da creerse el más “vivo” de todos.

Cuando entregué las armas de mis prejuicios comencé a ver la belleza en las diferentes culturas que me rodeaban, ya no me parecían locos, marihuaneros, putas, terrorristas, rateros o homosexuales, cuando bajé la guardia -porque nadie me estaba atacando- comprendí que era precisamente aquella variedad la que hacía a aquel lugar lo que era, un verdadero paraíso -donde seguramente también existen serpientes embaucadoras- forjado bajo la identidad de miles, con respeto y lo más importante, sin prejuicios.

Todo cambió cuando yo decidí cambiar, las filas en los bancos, los buenos días al llegar a algún lugar, cuando cedía mi asiento a una persona que lo necesitara, cuando iba cruzando la carretera y esperaba en la orilla por la luz para proceder, cuando iba conduciendo y le cedía el paso al vehículo que necesitaba incorporarse a la vía, todo, todo en lo absoluto fue mejor, no sólo porque ya no miraba para todos lados cuando caminaba, sino también porque podía utilizar mi celular en el bus sin temor a que el “negro” sentando al frente mío me lo robara, todo empezó a ser menos caótico cuando yo me atreví a ser menos macho, menos racista, menos elitista, menos clasista, sólo era cuestión de empezar por mí, mi problema era yo.

Los días siguientes al acuerdo de paz conmigo mismo fueron turbulentos, pero con el pasar del tiempo dio frutos, ser bienvenido en cualquier parte donde iba fue una de ellas, no porque antes no lo era, sino porque ya no me sentía incomodo, me autodiscriminaba, me dejaba llevar por aquello que en mi país llamamos “Malicia Indígena”, desconociendo a su vez que nuestros hermanos mayores, las tribus indigenas son almas nobles, bondadosas y puras.

Reconozco que después que firmé la paz con el Yo que traje desde mi país -el que cargué durante tantos años y el cual me hacía pensar que el cambio debía venir de afuera- mi entorno dejó de ser conflictivo e irracional y se tornó en un verdadero territorio de PAZ, fue entonces cuando por fin pude darme cuenta que el Guerrillero era Yo, el que siempre se rehusó al cambio, el que testarudamente se creía poseedor de la verdad absoluta y desde aquí, hoy, en aras de la tan anhelada PAZ para mi país -Colombia- estoy firmemente convencido que allá, los guerrilleros somos todos. 

Derechos Reservados ® Nicolás Marrugo Silva